La obra de José Carlos Cataño (La Laguna, 1954 - Barcelona, 2019) abarca prácticamente todos los géneros literarios, aunque la vertiente poética sea la principal y actúe como unificadora del conjunto. Su poesía reunida desde 1975 a 2005 figura en el volumen El amor lejano (que incluye los siguientes libros: Disparos en el paraíso, Muerte sin ahí, El cónsul de Mar del Norte, A las islas vacías y Para enterrar a los muertos en las palabras). Con posterioridad ha editado el poemario Lugares que fueron tu rostro. Además, su escritura conoce tanto el ensayo (deliciosa recopilación es Aurora y exilio), como la novela (De tu boca a los cielos y Madame) y los diarios, cuya primera parte nos ha ofrecido en Los que cruzan el mar.
Quisiera resaltar, en primer lugar, dos hechos nada baladíes: el desarrollo orgánico que subyace en sus poemas y la reelaboración a que ha sometido en varias ocasiones José Carlos Cataño a sus entregas poéticas precedentes, denotando con ello una capacidad de acendramiento y corrección si de esta manera podía avanzar aún más, si cabe, hacia ese núcleo originario de emoción del que germina el poema.
En el transcurso de su dilatada trayectoria existen una serie de preocupaciones continuas que han hallado concreción en sus diversos poemarios. Sin embargo, observamos que cada uno surge de una necesidad expresiva distinta, responde a un aliento que articula su voz de una manera diferencial. Así, cada entrega obedecerá a las dilataciones y retracciones de una respiración cambiante, como si la escritura misma acusase la rotación de una marea interna de la palabra. En efecto, Disparos en el paraíso constituiría un primer momento de expansión, por la amplitud respiratoria del verso y el hálito abarcador e inclusivo de la palabra, donde cada sección del libro brota de una explosión distinta, como episodios de una intensa experiencia verbal. A este volumen cabría oponérsele, en la secuencia trazada por la metáfora de las mareas internas, el siguiente: Muerte sin ahí, donde la voz de Cataño se retrae hasta un nivel extremo de concentración verbal; a la violencia instaurada por la imagen en Disparos en el paraíso le sigue esta violencia implosiva. Sometida su escritura poética a estas dilataciones y retracciones en el verso, el poeta busca una vía de emancipación, una respiración más amplia todavía, y en el tercer poemario, El cónsul del mar del Norte, asistimos al nacimiento de un conjunto de poemas en prosa a los que no les son ajenos –aparte de un intenso lirismo– la ironía, cierto carácter narrativo y una honda reflexividad.
En el que es su última compilación hasta ahora, Lugares que fueron tu rostro, se adentra ya en un proceso de mayor transparencia: el poema, más que sometido a las fluctuaciones de una corriente, se nos figura como una breve brisa de relampagueante despojamiento. En las experiencias referidas se percibe un abandono al fluir del mundo, cierta noción de fragilidad y desasimiento, así como una suerte de ajuste de cuentas y recapitulación. La expresión rotunda de textos anteriores se aligera quedando «un parpadeo del sentido», como dice de las nubes en uno de sus versos.
Es fama que el filósofo presocrático Empédocles de Agrigento nos legó la visión materialista de un universo organizado en torno a cuatro raíces o elementos. Esa cosmovisión se completaba con la existencia de dos fuerzas opuestas que se alternaban y generaban los cambios y distintos estados del universo. Los movimientos de retracción y dilatación a los que me he referido en la obra de Cataño se aplican, sobre todo, a sus aspectos formales; pero también existe un correlato de esa visión en lo temático: cuando escribe sobre la memoria, el amor, la muerte o la distancia, cada poema queda insertado en un espacio dramático. De ahí que pivote sobre ciertos fenómenos de los que habla esta poesía una especie de tensión que dimana de la imposible armonización entre fuerzas contrarias.
Cabría apostillar aquí que la poética de nuestro autor emerge de una pulsión que trasciende el puro juego formal o la pose, señalizando un sendero creativo de asunción de cuantos padecimientos el sujeto haya experimentado. No se trata, pues, de una poética de lo celeste y del ornato, sino de una aceptación de la misma escritura como hecho vital, y de ahí esa enérgica plasmación de dinamismo. Un encuentro profundo que es, en cierta medida, un sacrificio: si no de inmolación, sí de hallazgo a través del pulso de la vida misma y sus dolores. En efecto, así lo expresa en estos versos de Disparos en el paraíso:
Por ello hemos de manchar de sangre nuestras palabras;
Por ello las palabras
no son meras ideas en la mente–.
Sobre la distancia, uno de sus temas centrales, como si de un cazador se tratase –por usar una de sus metáforas–, hay un deseo íntimo del regreso (la búsqueda del cazador), de la vuelta al origen. No obstante, la lejanía ha obrado sus transformaciones: el que retorna ya no es el mismo que ha partido, el territorio del origen ha cambiado y no acepta del todo a este nuevo extranjero (rechazo de la presa). El tiempo no ha transcurrido en balde: entre el origen y la vuelta una brecha insinúa con mayor ahínco la proximidad de la muerte. Todo viaje es, en definitiva, una imposible búsqueda del punto de partida.
Esta dualidad que hemos señalado –fuga y regreso– instaura una grieta que se deja palpar en el tratamiento de la insularidad. La isla entraña un punto de anclaje y, también, un instante más de la travesía.
Desde temprano, su poesía ha atendido a cómo la memoria reconfigura el pasado, irrecuperable ya. Entre esta ansia de fijación y el conocimiento de la ficción que comporta todo acto de recuerdo, se despliega un conflicto esencial: la impronta de un exilio marcado por las pérdidas, las ausencias. Memoria: acercamiento a lo perdido o ausente, a lo que la distancia –espacial o temporal– aleja. Pero aproximación que es, asimismo, traición, simulación, reinvención. Así, pues, la escritura se torna deslizamiento hacia un centro inalcanzable y, en este sentido, la palabra poética resulta ser huella de una demorada extranjería, de un sentir del destierro.
La obra de José Carlos Cataño transpira la nostalgia y el ansia de una fijeza que se sabe imposible. Esta deriva que quiebra la vida entre la apetencia y el vacío le hace escribir en El cónsul del Mar del Norte:
Después de todo, la vida es un puente hacia la verdad, cuyo peso se enamora del abismo”.
Escritura a la intemperie y en permanente tránsito. Por su intensidad, riesgo y belleza, pueden considerarse sus poemas entre las cotas más altas de la poesía española de las últimas décadas.