Los horrores marinos de William Hope Hodgson

Los horrores marinos de William Hope Hodgson

«Una gota de agua poderosa basta para crear un mundo y para disolver la noche».

El agua y los sueños, Gaston Bachelard.

 

 

La biografía del inglés William Hope Hodgson (1877-1918) está llena de tribulaciones y anécdotas curiosas: se enroló siendo muy joven en la marina mercante, probó la hiel del mar (tanto la dureza propia de la vida marítima como el incordio de sus semejantes, al punto que tuvo que prepararse físicamente para hacer frente a las burlas y riñas de los marineros que lo acosaban). Apeló a la fotografía para retratar la vida a bordo de un barco. Hastiado tras ocho años de surcar los mares,  y valiéndose de sus conocimientos y del trabajo de su cuerpo, regentó un gimnasio de culturismo en una época anterior al culto de los músculos. Finalmente, probó fortuna en la escritura, primero con artículos sobre educación física y culturismo y más tarde con la ficción. Sobrevivió a costa de los emolumentos obtenidos por la publicación de sus relatos en numerosas revistas, en tanto sus novelas, si bien le agenciaban un cierto reconocimiento crítico, no lograban colmar las expectativas de ventas. Falleció durante la Primera Guerra Mundial al ser alcanzado por un proyectil alemán. Justo es recordar que se agenció, asimismo, fama de salvador, de héroe (en 1898 recibió la medalla de la Royal Humane Society por rescatar a un marino de morir en aguas pobladas de tiburones).

 

Sus textos sufrieron los avatares del escritor menor o periférico. La esposa de Hodgson, Betty Farnworth, luchó para que la obra de su marido no se olvidara aunque fue gracias a la insistencia del señor Herman Charles Koenig que se logró su recuperación. Koenig fue el responsable de presentar sus libros a H. P. Lovecraft (otro escritor menor y excéntrico, a su vez), quien disertó sobre su producción en la ya célebre monografía que el norteamericano pergeñó sobre el género del terror (El horror sobrenatural en la literatura, 1927). Bien es cierto que Lovecraft, no obstante, reparó más en las novelas de Hodgson que en sus relatos, y que le achacaba la reincidencia en un estilismo anacrónico, aunque afirmó lo siguiente: 

 

De estilo indiferente, pero en ocasiones tremendamente poderosas en sus visiones de mundos y seres que acechan bajo la superficie de la vida, es la obra de William Hope Hodgson, menos conocida hoy en día de lo que se merece. Aunque favorece conceptos anticuados y sentimentales del universo, y de las relaciones del hombre con el mundo y sus semejantes, Hodgson es quizá apenas inferior a Algernon Blackwood en su fervor creativo de lo irreal. Pocos pueden igualarlo en su descripción de una humanidad sitiada por fuerzas innombrables y monstruosas entidades mediante alusiones casuales y detalles insignificantes, o en comunicar al vago espanto espectral que se relaciona con ciertos edificios o regiones.

 

El corpus de su producción literaria puede sintetizarse en un conjunto de relatos y cuatro novelasLos botes del Glen Carrig (1907), La casa en el confín de la tierra (1908), Los piratas fantasmas (1909) y El reino de la noche (1912). Amén de poemas, artículos sobre temas variados y un diario de navegación. 

 

En el Diario de navegación consignaba las principales actividades que llevaba a cabo en el navío de turno, con anotación de los horarios, además de la práctica de algunas distracciones como el entrenamiento físico –ya fuese con su saco de boxeo o con las pesas–, la improvisación de un cuarto oscuro para revelar sus fotografías o la lectura. También hay espacio para el humor:

 

Se ha avistado una ballena muy grande cerca del barco. Fui a por la cámara aunque la luz era muy mala, pero al final tuve que desistir ya que el viejo animal no se ha asomado cuando yo lo quería. Evidentemente se trata de una ballena a la antigua usanza y tiene prejuicios con la fotografía.

 

Cabe destacar un artículo en el que Hodgson detalla su encuentro en alta mar con un huracán, experiencia que fue documentando con fotografías. Se trató de una trepidante y angustiosa travesía que dirigía a su barco hacia el ojo del ciclón, cabalgando «sobre unos mares monstruosos que seguían creciendo de una manera espantosa». Una vez allí, en el centro del fenómeno, logró fotografiar el conocido como mar piramidal:

 

una imagen imposible de olvidar, una imagen reservada más a los muertos que a los vivos, un mar que jamás podría haber concebido, que bullía y se elevaba en monstruosas cortinas de agua y espuma tan altas como edificios.

 

Hodgson nos habla de la oscuridad impenetrable, el ruido ensordecedor del viento, las olas inmensas que azotan y zarandean el barco, los extraños fenómenos lumínicos ocasionados por el aparato eléctrico, los destrozos y accidentes, el miedo a no salir nunca de aquel caos. 

 

Todo este cúmulo de sucesos y experiencias en el mar se filtran en sus obras, tanto en algunas novelas (Los botes del Glen Carrig y Los piratas fantasmas) como en la mayoría de relatos y en los poemas. En estos últimos hay una presencia perenne del elemento acuoso: el mar aparece personificado como una entidad salvaje, con todo su poderío y fortaleza sometiendo al ser humano, ajeno a cualquier sistema de valores que no sea la expresión de sus leyes implacables. La naturaleza esgrime ante nosotros sus códigos de violencia. Junto al mar se adueña de algunos de los mejores poemas una voz que menta a la muerte, que expresa la sensación de su inminencia. Impresiona el poema «Los mares grises sueñan con mi muerte», que se inicia:

 

Sé que los mares grises sueñan con mi muerte,

sobre las sombrías planicies donde la espuma medita,

entre los vientos lóbregos que braman sin descanso

y nada vive en el aire olvidado.

 

En dicho poema queda patente la ambivalencia de sentimientos hacia el mar, su «cambio de humor», e, incluso, la interpretación positiva de un hecho en principio terrible. El poema finaliza así:

 

Llorad, pues muero satisfecho;

y las olas braman y se agitan,

y los mares grises cantan,

y las blancas colinas se sumergen,

y yo estoy muriendo en todo mi esplendor,

muriendo, muriendo, muriendo.

 

Hodgson refiere también en sus poemas la llamada del mar que llega con «abominable obstinación». ¿Este lenguaje, estas palabras que vienen desde el océano, se llega a preguntar, son los «murmullos de los muertos»?

 

 

Pobreza de Víktor Gómez

 

Los relatos de William Hope Hodgson pueden clasificarse bajo distintos rubros. La mayor parte de ellos, y los mejores, huelga decirlo, son de tema marino. Hodgson no cesó de explorar, a partir de sus propias vivencias nada agradables, el mar como marco de sus historias, escenario circundante de pesadillas múltiples, y como atmósfera. Un mar con el que los personajes habrán de batirse a cada instante y en cuyo seno aguarda el peligro insondable, el estrépito del horror. Su literatura forma parte de una dilatada estirpe que incluiría a Joseph Conrad, a Herman Melville, a Jack London, a Robert Louis Stevenson. 

 

Tengamos en cuenta que el mar es una entidad ambivalente que se ha cargado, a lo largo de los siglos, de numerosas representaciones y simbologías. Es espacio de transformación, dador de vida (de alimento) y de muerte. Vía de comunicación entre pueblos y de descubrimiento de tierras. Hábitat de monstruos y hogar de lo incognoscible. También se ha imputado a sus procelosas aguas ser imagen del subconciente. Y el naufragio, emblema de toda crisis, de toda desgracia. 

 

En su ilimitada extensión, el mar semeja un desierto frenético, un desierto en el que la solidez infinita de las partículas de arena es sustituida por la reunión mortífera de miríadas de gotas de agua (y en cada una de ellas aguarda la promesa del ahogo, de la asfixia). La vida en alta mar se convierte, pues, en una diaria prueba de supervivencia y en una experiencia líquida del confinamiento. Una declaración ilustrativa de Hodgson sobre su visión de la vida en el mar la encontramos en su Diario de navegación cuando, estando a bordo del Canterbury, ante un incidente en el que se percatan de que deberán consumir menos carbón ya que solo les queda para seis semanas, escribe lo siguiente: «si estamos tan locos como para venir al mar, ¡no podemos esperar más que ser una especie de cruce entre un perro y un esclavo!».

 

Quien frecuente los relatos preternaturales de Hodgson, observará que, a menudo, reitera algunos motivos, algunas circunstancias, incluso algunos seres amenazantes. Así, verbigracia, una suerte de materia viscosa e irreal, un ser vivo similar a un moho inmenso, puebla por igual cuentos como «La nave abandonada» o «La voz en la noche». En ambos casos la masa gelatinosa devora a su paso cuanto vive, solo que Hodgson no aboca a los personajes a una trama acelerada fútilmente, sino que pulsa una y otra vez la misma cuerda, obteniendo una música de tensión creciente, incrustando en la mente del lector la angustia poco a poco. Así se refiere a ello uno de sus traductores al castellano, José María Nebreda (a quien es de agradecer la ímproba labor que ha llevado a cabo vertiendo al castellano gran parte de la obra de Hodgson para la editorial Valdemar):

 

El terror siempre va en progreso. Los cuentos suelen comenzar en un ambiente relajado, una guardia nocturna tranquila, la charla entre los marineros sobre la cubierta, el oficial de turno apoyado sobre la barandilla de popa mientras contempla el mar, y poco a poco la atmósfera del relato va haciéndose más oscura, muy lentamente; la sensación de que algo extraño sucede va superponiéndose a la normalidad que debería imperar en el mundo corriente, hasta que el hecho sobrenatural se presenta en todo su esplendor y supera a los sorprendidos marineros que, contra su voluntad, se ven inmersos en él.

 

En «La voz en la noche», una de sus piezas magistrales, el horror tiene distintas connotaciones. Un hongo coloniza el cuerpo humano: asistimos aquí a una degradación material del organismo que supone la conquista de nuestro ser desde dentro. Y es que esta degradación empieza siendo un ansia por comer el hongo. Tras la ingesta, el hongo fabrica su morada en el cuerpo que lo ha digerido. Hodgson apela al desagrado físico, a la corrupción de la materia, y a algo más horroroso que la muerte: la gradual disolución de nuestro ser, la conversión en lo otro, el ser, en definitiva, devorados poco a poco por una materia gelatinosa

 

El miedo puede tener el rostro de presencias fantasmales apenas entrevistas (como en «Los habitantes de la isleta Middle»), o también puede representar el encuentro con fuerzas naturales como la llegada de un ciclón (apenas insinuada su inminencia dentro de una ambientación donde la extrañeza se adueña de todo como ocurre en «El regreso al hogar del Shamraken») o la perdición en el Mar de los Sagarzos («Desde el mar sin mareas»). 

 

El mar entraña una fuerza ingobernable cuando desata su capacidad destructora. Aparte de antagonista, contiene en su seno, como si de un inmenso acuario se tratara, una caterva de seres, una fauna maldita: pulpos, calamares y cangrejos gigantes. También la flora, con la pasividad que le suponemos, se yergue en forma de la intimidación: de ahí que caer en el «Mar de los Sagarzos» que idea Hodgson constituye el advenimiento de la parálisis y la perdición. La imposibilidad de la huida

 

Aunque algunas historias se insertan dentro de otras, sus tramas no adolecen de complejidad excesiva, sino que se concentra en acometer el lento amanecer de la abominación. Por lo demás, sus especulaciones pertenecen a la corriente de lo que se ha dado en llamar el terror materialista que, entre finales del siglo XIX y principios del XX, se caracterizó por explorar el miedo engendrado por entidades sobrenaturales con cierto grado de «verosimilitud», en detrimento de seres etéreos, osarios fervorosos y fantasmas varios que, provenientes del gótico, atravesaron sucesivas reencarnaciones en el Romanticismo y en el Realismo (con la evolución hacia la ghost story victoriana marcada de modo indeleble por las ficciones de Le Fanu y M. R. James). Sobre esta última evolución del cuento de terror, reproduzco las sabias palabras de Rafael Llopis en la monografía que sigue siendo el mejor compendio sobre el tema en nuestro idioma, Historia natural de los cuentos de miedo

 

Los cuentos de miedo dejaron atrás el muerto, el castillo y la noche banales y avanzaron –retrodecieron, se sumergieron– hasta épocas primitivas, prehistóricas, prehumanas, hasta épocas de tinieblas primigenias y oscuridad elemental. Los terrores más antiguos de la humanidad resucitaron como arte nuevo que traducía el Apocalipsis intuido por la angustia del hombre del siglo XX. Los terrores primordiales vinieron a armonizar con el último terror. Las imágenes y representaciones más arcaicas se convirtieron en materia del novísimo arte. 

El miedo tenía que apoyarse en la filosofía y en la ciencia para resultar verosímil. Lo sobrenatural, como explicación, cada vez convencía menos. Los elementos terroríficos del cuento de miedo tuvieron que apoyarse en nuevas hipótesis científicas, en la cuarta dimensión, en la existencia de civilizaciones prehumanas, en la suposición de secretos científicos hoy perdidos por nuestro saber mecanicista. De este modo, los mutadores del cuento de miedo, con Machen a la cabeza, emprendieron la magna tarea de reelaborar mitos antiguos en un nuevo sentido materialista. De la mutación del cuento de miedo nació así lo que Jacques Bergier llama «cuento materialista de terror», cuya cima va a ser Lovecraft y cuya desembocadura natural será la ciencia-ficción.  

 

En nuestro planeta todos los seres han emergido de las aguas desde el origen. La sopa primordial albergó el caldo de cultivo para que los primeros vestigios de células se fueran formando. Y, desde entonces, el agua ha jugado un papel primordial. Millones de años pasaron hasta que los seres vivientes se aventuraron con fortuna a existir fuera de los océanos. Una vez conquistada la tierra, se adaptaron y renegaron de su origen, aunque sus cuerpos solo funcionen a través de reacciones químicas producidas en medios acuosos. Para el ser terrestre el agua es reminiscencia del origen y, simultáneamente, signo del fin, del fallecimiento. Surcar los mares acaso sea un ejercicio de arqueología en la memoria de las formas vivas originarias, pero también, tentativa de juego con la muerte. Cada ola se resuelve en posibilidad de la asfixia, del confinamiento. A este terror ancestral y perenne suelen acudir las mejores páginas de William Hope Hodgson.